Allá en la Patagonia chilena, en ese espacio del mundo donde no hay pueblos dispersos sino solo tres pueblos entre estepas inmensas. A unas horas en que el día está por comenzar, en uno de esos días fríos de invierno de cielo despejado, allá en la Patagonia chilena, tan solo unos pocos senderistas recorríamos en autobús la distancia entre Puerto Natales y el Parque Nacional Torres del Paine.
Y, en medio de ninguna parte, paramos cerca de este café. Un café que habrá visto nevadas que lo habrán dejado aislado, por el que habrán pasado tantos y tantos viajeros en su camino al Paine. Aquel día de finales de invierno, yo pisé ese café. Y me sorprendió encontrar un grupete de senderistas hablando en español sobre el sometimiento de los pueblos. Y la conversación, entre una australiana, un italiano y una chilena (que trabajaba en el café), la guiaba un catalán.
Yo no soy nadie, y por ello sé que mis opiniones no valen nada. Y menos cuando uno está al otro extremo del mundo, viendo algo que, posiblemente, no volverá a ver jamás. ¿Por qué no basta con sabernos afortunados por poder estar allí? ¿Por qué no es suficiente con lo increíble que es el mundo? ¿Por qué somos siempre tan egocéntricos?