Desde el camping de þakgil sale una ruta que te lleva por un camino en continuo ascenso hacia lo alto de la montaña. Ya desde el comienzo llama mucho la atención el color de la vegetación que se encuentra a lo largo del camino; es de un verde que aquí no existe, muy intenso, casi fosforito. Las montañas también tienen una forma extraña, como si estuviesen recubiertas de estrías verticales, y son escarpadas, con salientes y extrañas formaciones.
La primera parte es prácticamente de continua subida, pero las vistas, sin duda, merecen la pena. Además, el tiempo acompaña (es algo así como cuando nuestro otoño se va convirtiendo en invierno). A lo lejos divisamos dos personas, que caminan sobre el filo.
Según vamos contorneando las cimas, nos cruzamos con los dos senderistas que avistamos a lo lejos; son una pareja de turistas alemanes, de avanzada edad. Proseguimos la ruta para llegar a la montaña que antes quedaba a nuestra derecha, para descubrir una lengua glaciar que se asoma por un collado. A estas alturas la niebla ha bajado y ha comenzado a lloviznar. Ascendemos un pequeño remonte y, a lo lejos, frente a nosotros, se divisa el glaciar. Está ahí, aparentemente cerca, silencioso, inmenso.
Nos acercamos. Es impresionante. Allí parados, bajo la lluvia, podemos sentir el viento frío que nos trae. Estamos solos frente al glaciar, y la sensación es indescriptible. Me sentí pequeña frente a su inmensidad, grande por formar parte de ese momento.
Tan sólo por esa sensación habría merecido la pena el viaje.